Son tiempos espídicos éstos que vivimos,
tiempos, donde la memoria es apartada por la prisa,
esa enfermedad de ciudad que se
extiende como la antigua peste.
¿Qué extraña elocuencia tendrá el verbo esperar que
tanto nos consume la paciencia?
¿Qué pasa, no nos damos cuenta que esperando se suele
pensar?
En los atascos. En los andenes. En las colas de los supermercados.
En los ambulatorios. Y pensamos mosqueados por estar quietos un rato,
sintiendo la sensación de que se te escapa la vida entre desconocidos,
teniendo la rara certeza de que no conoces ni siquiera a un vecino.
Pero, es verdad, el cielo continúa en su sitio,
cerca del río los pájaros vuelan con las alas ennegrecidas,
y algunos árboles centenarios siguen ahí.
Los viejos de mirada gastada nos lo recuerdan.
Con sus gestos, con palabras, con sus almas cansadas.
Nos reflejan un tiempo donde nosotros no éramos nada.
Los jóvenes a eso que se llama pasado no le hacen caso.
Están seguros de saltarse las leyendas que hablaban de héroes.
Hoy en día no hay héroes, ni hay ganas de serlo.
hay que ir al turrón, a que llegue el viernes y termine la semana.
Y cuando el sol se alza en esas mañanas limpias y claras
habría que saber cuantos bichos modernos de ciudad reparan,
con la oreja metida en el teléfono móvil las jornadas están pronosticadas.
Pero creo que habrá quién piense que las esperas son las dueñas de los sueños.
Y tengo claro que pertenezco a esa calaña que no se cansa de resistir soñando, que soy de esa clase de gente que no se cansa de soñar, luchando.
Ánder Solozabal.